Sunday, November 12, 2006

Biblioteca ciega

Nadie rebaje a lágrima o reproche
Esta declaración de la maestría
De Dios, que con magnífica ironía
Me dio a la vez los libros y la noche.
—Jorge Luis Borges

Me acaba de encantar un obra de teatro: El lector por horas, del dramaturgo español José Sanchis Sisterra, que se está poniendo en el teatro de Santa Catarina, en Coyoacán. Se cuida uno mucho de no calificar de perfecta cualquier realización humana por el sabio prejuicio que nos previene de que nada humano puede ser perfecto. Pero ante la obra de arte, cuando todos los elementos están en su dimensión justa (el texto, la actuación, el ritmo, su tiempo particular), no se le ocurre al espectador conmovido otra palabra, así sea para sus adentros: perfecta.
La historia es simple como todos las buenas historias: una joven ciega solicita los servicios de un lector para que le vaya a leer todas las tardes, a las cuatro, fragmentos de El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, Relato soñado, de Arthur Schnitztler, Mientas yo agonizo, de William Faulkner, Pedro Páramo, de Juan Rulfo. Puros garbanzos de a libra. La actuación de esta joven actriz, Emma Dib (que podría ser una actriz de Bergman), difícilmente podría ser mejor: medida, sutil, contenida, fina. La emoción en cada matiz de la inteligencia. Pasa suavemente de un estado de ánimo a otro, voluble, imperativa, frágil, injusta, tierna. Y su actuación a veces es sólo con los ojos. Con la mirada, como lo hacía sir Lawrence Olivier.
De hecho el contratante del lector es el padre (Miguel Flores) de la muchacha que perdió la vista en un accidente. Es un hombre ya de regreso de muchas cosas. Tiene una biblioteca selecta, la pura crema de la literatura universal. No lee a sus contemporáneos. Cree que en los últimos años no se ha escrito nada que valga la pena en el campo de la creación, el teatro, la novela, la poesía. Sólo circulan plagios, reiteraciones, remedos baratos, trampas de la palabra y la “intertextualidad”, novelas “premiadas”, “finalistas”.
Los párrafos de Conrad y Faulkner, de Rulfo y de Schnitzler, no aparecen ante los oídos del espectador de manera gratuita: también son citas, los actores no leen cualquier conjunto de frases al azar; siguen la sobria malicia del dramaturgo y juegan con el arte de la cita. Todo está entrelazado. El padre contratante repara en que la palabra oscuridad aparece en todas y cada una las páginas de El corazón de las tinieblas. Acaso porque la oscuridad es una de las condiciones que determinan al personaje de Lorena.
Entresacadas de Pedro Páramo, se oyen las palabras de Damiana Cisneros y la descripción de los ecos: “Nada, nadie”.
Pero a la postre resulta que el lector, Ismael, es un novelista retirado, alguien que renuncia a la literatura, una evocación de esas individualidades literarias que optaron por el silencio. El actor Fernando Becerril, una evocación del Marcelo Mastroianni de La dolce vita, un novelista frustrado que se degrada como periodista de espectáculos y acepta los billetes que actores y actrices le ponen en el bolsillo, cumple asimismo con la invención de un personaje complejo, no sin enigmas, que vive en la zozobra de la impotencia literaria. El plagio inevitable de la escritura periodística (los resúmenes, las transcripciones, las entrevistas, el tomar al dictado, las extensas citas de palabras e ideas ajenas) fueron erosionando la fe del escritor en la fantasía y la demencia del arte. Ismael plagia: copia párrafos enteros de Faulkner y ha sido descubierto en su última novela. Se defiende arguyendo el recurso de la “intertextualidad”. Tiene que, pues, resignarse a la lectura de libros para otros.
Gracias al director Ricardo Ramírez Carnero, la obra tiene una serie de intercambios pinterianos, en el sentido de esas relaciones de fuerza, sumisión, humillación, que se extienden entre los personajes de Harold Pinter. También en el modo de asumir el parlamento. Cada detalle cuenta. Hasta la presencia fantasmal y japonesa de una secretaria tiene su lugar como ser flotante, etéreo, perfectamente funcional y necesario. El lector arrodillado. En cuatro patas. La ambigua prepotencia de clase, el desprecio: “Eres menos que un criado”, le dice Lorena.
Recuerdo cuando Manuel Montoro puso Viejos tiempos, de Harold Pinter. Cada instante debía ser perfecto. Mabel Martín decía una frase y luego intercalaba una pausa y en












José Luis Borgues

Una vez Jorge Luis Borges se encontró con un boxeador, Selpa. Le reveló su existencia y lo abrazó. Borges se sentía ligeramente incómodo, pero al mismo tiempo agradecido. Selpa, en vez de llamarle Jorge Luis Borges, lo llamó José Luis Borges.
“Me di cuenta de que no era una equivocación sino una corrección”, dijo Borges. “Porque Jorge Luis Borges es muy duro. En cambio, José Luis Borges suena mucho más atenuado. ¿Por qué repetir un sonido tan feo como orge? Creo que no urge repetir el orge ¿no? Creo que, a la larga, yo voy a figurar en la historia de la literatura como José Luis Borges.”
En su edición de 1952, el Larousse lo llama José Luis, lo hace “jefe” de la escuela ultraísta y señala que nació en 1900. Estos datos están en Borges verbal, el libro de Mario Paoletti y Pilar Bravo, publicado por Emecé en Buenos Aires hace un par de años.
En otros lugares, el autor de Historia Universal de la infamia llegó a hablar —le gustaban las entrevistas: era su otra forma de mantenerse escribiendo, dado que las “rayas del tigre“ interferían ya demasiado entre su vista y la escritura— de que nunca había leído un periódico, “siguiendo el consejo de Emerson”:
—¿Quién? —le preguntó Ernesto Sábato.
—Emerson, que recomendaba leer libros, no diarios.
—La noticia cotidiana, en general, se la lleva el viento. Lo más nuevo que hay es el diario, y lo más viejo, al día siguiente.
—Claro. Nadie piensa que deba recordarse lo que está escrito en un diario. Un diario, digo, se escribe para el olvido, deliberadamente para el olvido.
—Sería mejor publicar un periódico cada año, o cada siglo. O cuando sucede algo verdaderamente importante: “El señor Cristóbal Colón acaba de descubrir América.” Título a ocho columnas.
—Sí, creo que sí —añadió Borges, sonriendo.

El lapsus de Vicente Fox, cuando en su gira triunfal por el mundo confundió el nombre y la pronunciación del apellido de Borges, tal vez no tenga mayor trascendencia. Peccata minuta, se diría. Algo sin importancia, si se atiende a las cuestiones de fondo. Una metida de pata. Sin embargo, el incidente verbal replantea el antiquísimo asunto de si los gobernantes deben ser cultos.
Ni la cultura ni la lectura estorban: ayudan a organizar el pensamiento, enseñanza pensar y a expresar de manera articulada, con mayor atractivo y sutileza una idea, una emoción. Si alguna utilidad tiene la literatura sería ésa: entrenarse para descubrir y establecer conexiones entre las palabras y las cosas. Para eso se educa un estudiante de letras clásicas en Oxford: para llegar a escribir bien.
Ciertamente un emperador y filósofo como Marco Aurelio (121-180) ganaba batallas militares contra los bárbaros y se daba sus horas para escribir sus Pensamientos de inspiración estoica. A Winston Churchill no le dieron el premio Nobel de la Paz sino el de Literatura en 1953, porque la escritura se le daba. Napoleón hubiera cambiado Arcole, Wagram y Austerliz por una obra literaria que desafiara a los siglos, pero no llegó a ser lo que íntimamente deseaba: un literato. Escribió muy bien: una novela, Clisson et Eugénie, y sus discursos recopilados por Malraux prueban que madera tenía.
Sin embargo, ni Marco Aurelio, ni Churchill ni Napoleón fueron políticos geniales porque sabían hablar y escribir. Llegaron hacerse de un empaque de estadistas porque eran astutos. En 1936 Manuel Azaña andaba inaugurando sus obras de teatro y de pronto le estalló la bomba de Franco. Los colombianos perdieron Panamá por andar discutiendo la semántica de los diplomáticos. Así que la palabra justa no garantiza la eficacia política. Luis Echeverría no tenía sintaxis, pero era un genio del mal e hizo, impunemente, lo que le dio la gana.
La cualidad de un gobernante no es la inteligencia ni su virtud la cultura. Su don es el de la astucia. Reagan y Nixon no se desvivían por leer a Emerson ni a Walt Whitman, pero eran unos zorros, al menos a favor de sus intereses. No procedían de la academia, como Wilson, profesor de Princeton.
El momento en que se pone a prueba un gobernante es el de la tragedia. Se vio la estatura minúscula de George Bush el día en que cayeron las Torres Gemelas. Se paralizó. No sabía qué hacer ni qué decir. Hubiera sido bueno que emulara la improvisación verbal de Tony Blair o la animalidad política de Giuliani, pero terminó demostrando que los hombres de negocios, por dedicar las energías de su juventud a hacer dinero, nunca tienen tiempo de leer. Un businessman no necesariamente resulta un buen político. Se requiere también de estilo, buenas maneras, buena educación, aunque estas características no sean esenciales. Sea como sea, lo que importa del capitán es que no deje hundir el barco y que lo lleve a buen puerto. Así sea un maleducado.
Borges, como es natural y lógico, desconfiaba de los políticos.
“¿Cómo admirar a seres que se pasan la vida poniéndose de acuerdo, diciendo las cosas que dicen y —con perdón— retratándose?”

La memoria de Shakespeare

Nada cierto recuerdo.
—J. L. Borges

Uno de los últimos cuentos que escribió Jorge Luis Borges, y que se lee en el tomo III de sus Obras Completas, lleva por título “La memoria de Shakespeare”. De la trama es protagonista un cierto Hermann Soergel, especialista en la obra del dramaturgo inglés. El intríngulis de la historia consiste en que alguien le ofrece nada menos que la “mágica memoria de un muerto”, Shakespeare.
Durante un coloquio de literatos, el académico conoce en el bar de un hotel a Daniel Thorpe, que le ofrece la memoria de Shakespeare y que a su vez la había obtenido de un soldado moribundo. Hermann Soergel no lo puede creer. Él, que había consagrado su vida al estudio del poeta, siente que le cae del cielo la clave de su fortuna y su fama. ¿Qué más podría desear que llegar a poseer, literalmente, la memoria de su ídolo intelectual? Sin embargo, nunca imaginó que habría de verse rebasado con la angustiosa carga de los recuerdos de Shakespeare. En su infinita ambición literaria, no calculó que también heredaba, junto con las escenas y los acontecimientos de la vida de Shakespeare, la culpa y las preocupaciones que traían consigo: el pánico, las emociones, las intermitentes vueltas del dolor. A fin de cuentas, cerca ya del abismo, no lo pudo soportar y se deshizo en cuanto pudo de la memoria de Shakespere dándosela a alguien más.
Las palabras de Borges arman el cuento de manera más dilatada. Su personaje, Hermann Soergel, entiende que el poseedor de la memoria de Shakespeare tiene que ofrecerla en voz alta y el otro que aceptarla. “El que la da la pierde para siempre.”
El donante, Daniel Thorpe, le advierte que aún tiene dos memorias: “La mía personal y la de aquel Shakespeare que parcialmente soy. Mejor dicho, dos memorias me tienen.”
Soergel acepta la dádiva, la memoria entra en su conciencia, pero tiene que descubrirla en los sueños, la vigilia, al volver las hojas de un libro o al doblar una esquina. Thorpe lo instruye y la recomienda que no invente recuerdos. “A medida que yo vaya olvidando, usted recordará.”
Shakespeare sería suyo, fantaseaba Soergel, como nadie lo fue de nadie, ni en el amor ni en la amistad ni en el odio. De algún modo sería Shakespeare. No escribiría las tragedias ni los intrincados sonetos, pero recordaría el instante en que le fueron reveladas las brujas.
Empezó a sentir que la memoria es como un palimpsesto, que una cubre a la anterior y es cubierta por la que sigue, que la memoria puede exhumar cualquier impresión si le dan el estímulo suficiente.
Sintió después la transformación de sus sueños, pues Shakespeare lo habitaba. En sus noches entraron rostros y habitaciones desconocidas. Pero ni a él ni a Shakespeare, ni a nadie, les estaba dado abarcar en un solo instante la plenitud de su pasado.
“La memoria del hombre no es una suma; es un desorden de posibilidades indefinidas. San Agustín habla de los palacios y las cavernas de la memoria. La segunda metáfora es la más justa. En esas cavernas entré.”
Y es que la memoria de Shakespeare incluía grandes zonas de sombra rechazadas voluntariamente por él. Al cabo de un mes, la memoria del muerto lo animaba, Soergel casi creyó ser Shakespeare.
Sin embargo, una mañana conoció el corazón de las tinieblas: discernió una culpa en el fondo de su memoria, una culpa que nada tenía en común con la perversión. Comprendió que las tres facultades del alma humana —memoria, entendimiento y voluntad— no son una ficción escolástica. La memoria de Shakespeare no podía revelarle otra cosa que sus circunstancias.
Si en la primera etapa de la aventura sintió la dicha de ser Shakespeare, en la postrera vivió la opresión y el terror.
“Al principio las dos memorias no mezclaban sus aguas. Con el tiempo, el gran río de Shakespeare amenazó, y casi anegó, mi modesto caudal.”
Soergel advirtió con temor que estaba olvidando la lengua de sus padres y —ya que la identidad personal se basa en la memoria— temió por su razón. Se sentía en el infierno. Porque no hay memoria sin contexto emocional. Y al adquirir la memoria de Shakespeare, Soergel estaba recibiendo todas las congojas de Shakespeare: su angustias y su lado oscuro, sus emociones, una memoria humana y no de la memoria de una maquina. Adquiría una memoria viva, no disociada de la emoción.
Bastante arduo es sobrellevar la carga de la propia memoria. Si además uno incorpora otra memoria, con todo su peso emotivo, el desenlace muy puede ser la locura. Desesperado, Sorgel marcó en el teléfono números al azar. Cuando al fin dio con una voz culta de hombre, le dijo:
“¿Quieres la memoria de Shakespeare?” Y el otro la aceptó.
La indirecta, apenas sugerida enseñanza de Borges es hacernos ver e imaginar, en toda su dimensión, cómo sería tomar prestada la memoria de alguien. ¿Puede una memoria pasar de la mente de una persona a otra a salvo de su contenido emocional? ¿Qué supone esta transferencia? ¿De qué manera confrontamos nuestra memoria con la de los demás, cómo intercambiamos memoria, cómo la transformamos en lo que somos y en la vida de todos los días? Porque lo cierto es que asumimos como recuerdos propios los que han tenido otras personas, cercanas a nuestro afecto. Y con los años ya no sabemos si el recuerdo de un rostro o de una escena viene de nuestra propia memoria o del relato que nos hizo alguien más.
“La verdad, como la memoria, es una noción que a menudo sólo se vuelve tangible en las interacciones que se dan entre una persona y otra”, dice Susan Engel en su libro El contexto lo es todo. La naturaleza de la memoria.
El lugar, la compañía, el propósito, la situación, el contexto, afectan profundamente la experiencia de la memoria. Cambiamos, añadimos, borramos ciertas cosas del hecho recordado. Lo editamos según nuestras necesidades actuales. Y no es que mintamos deliberadamente. Se trata de distorsiones involuntarias.

Arte de injuriar

El insulto puede muy bien llegar a frecuentar las más inopinadas regiones del arte. Nunca olvidaré una frase que el periodista Fernando Benítez le encajó al no menos periodista Enrique Ramírez y Ramírez al cabo de una agria polémica epistolar: “Lo que sucede es que Enrique Ramírez y Ramírez se ha pasado los últimos años yendo a lamer los mingitorios de palacio”, escribió Fernando Benítez. Una verdadera joya de este refinado quehacer imaginativo ha sobrevivido también en la frase que Napoleón consagró, ante cien testigos, a su ministro Talleyrand: “Eres una media de seda llena de mierda.”
Pero entre escritores —y nunca están mejor afiladas sus armas que cuando se enojan— lo más frecuente es que se utilicen de carga algunos animales para no caer en el insulto impublicable y para acentuar la burla y el desprecio. Porque si en algo se entrena el hombre de letras es en el desprecio, cuando hay que ejercerlo. Fueron unas “cacatúas” los muchachos que se atrevieron a disentir en el reino de las letras de hace quince o veinte años, “papagayos”, “lagartijas”. Los animales se prestan por sus múltiples fisonomías o hábitos y, además, se puede con ellos tener gracia y hacer juegos de palabras. Algunos de ellos, como el zorro, tienen una capacidad de condensación para decir lo peor que se quiera de un enemigo, un rival, un adversario. Otros animales no humanos concentran una enigmática carga poética, no discernible a la primera lectura, y promueven en fabuladores y lectores supersticiones al infinito, cuentos y leyendas. Burro, piojo, rata, mula, hiena, zopilote, cucaracha.
“Nada animal nos es ajeno”, dice Adolfo Castañón antes de proferir sus letanía de animales e insultos combinados: “Enfocamos mejor al tonto si le llamamos buey, al vil verraco, al parlanchín cotorro, al usurero buitre o hiena, mosca a la mustia, mariposa a la puta, coyote al intermediario, zángano al ocioso, chivo o paloma a la víctima, pavorreal al vanidoso y al soberbio divina garza, cocodrilos sagrados a las eminencias, viejos lobos a los viejos con experiencia, urracas a los avaros, gallinas a los cobardes, en fin, bruto, bestia, al imbécil”.
De pronto puede pueden descuidar su lengua algunos diputados y llega cuando mucho, a nuestro medio, a decirle a alguien “alcohólico” o, ya sin ninguna imaginación, remitirlo al ámbito de su progenitora. Tal vez así sucede porque en México el insulto raya en la agresión definitiva, última y mortal. Pero en la vida parlamentaria de otros países y otros tiempos se ha tomado como de lo más natural que los representantes populares se insulten a psto. En los años de Benjamín Disraeli, en el gran momento de la pudibundez victoriana, un parlamentario empezó su alocución diciendo: “No vine aquí para ser insultado. “ Y alguien del recinto le respondió: “Eso es lo que usted cree.”
Entre hombres de letras las cosas pueden llegar a ser más fuertes porque hay un momento en que se dejan de símiles zoológicos y van más que al grano. Cuando Camilo José Cela se burló de los homosexuales durante una ceremonia de homenaje a Federico García Lorca, les perdonó la vida y dijo que no tenía nada contra ellos, sólo que él se había limitado a “no tomar por el culo”, descenadenó varias piezas memorables de la más reciente diatriba peninsular, el artículo de Terenci Moix, por ejemplo. Entre otras cosas, recuerda que el premio Nobel Camilo José Cela, el autor de La familia de Pascual Duarte, se mostró una vez en una revista poniéndose los pantalones y exhibiendo partes del cuerpo. “Dejando aparte la horterez y el mal gusto de semejante opción, era evidente que su ano puede descansar traquilo. Y, por supuesto, libre, desocupado. ¿Lo estuvo siempre? Parece ser que don Camilo le dio cierta utilidad en el pasado. Es leyenda que una de las gracias preferidas del Nobel consistía en tragarse líquido por el recto y expelerlo después.” De paso, Maruja Torres escribió que era más “digno tomar por el culo que andar lamiéndole el culo al poder”, como lo había hecho Cela durante la dictadura franquista.
En uno de sus ensayos más penetrantes, “Arte de injuriar”, que aparece en Historia de la eternidad, Jorge Luis Borges desmenuza los modos y procederes de este género tan agudo e implacable como despiadado.
La vituperación y la burla pueden pasarse de contrabando si se escoge un verbo de otro mundo connotativo para describir ciertas acciones: cometer un soneto, emitir un artículo, evacuar una novela, expeler un poema. Por eso resulta muy peligroso meterse con escritores: dan lo mejor de sí cuando los mueve la ira o la vanidad. Gracias a su oficio y a su arsenal de adjetivos y citas —imagínense a un ser que se ha pasado la vida escogiendo y puliendo las palabras—, se las ingenian para que sea un insulto algo formulado como un elogio. Se valen, por ejemplo, de las enumeraciones y crean un contexto en el que la lista cambia el significado de las palabras. Un maestro en este arte fue Jonathan Swift, en Los viajes de Gulliver al meter a varios tipos en un mismo saco: “No me fastidia el espectáculo de un abogado, de un ratero, de un coronel, de un tonto, de un lord, de un tahur, de un político, de un rufián.” Ciertas palabras, dice Borges, están contaminadas por las vecinas.

Los libros y la noche

He dibujado un racimo de palabras como quien quiere recordar un sueño no de manera lineal sino simultánea.
Alrededor de la palabra BORGES se desparraman frases que tienen que ver con el personaje de Billy the Kid, la teoría de la lectura, la biblioteca, el arte de injuriar, la reivindicación de la trama, la novela policiaca, los cuchillos, el laberinto, los abominables espejos que son abominables porque nos reproducen, la paradoja de la ceguera y los libros, el uso de los adjetivos y los sinónimos, el respeto por la imperfección literaria y el problema del doble.
Estas proliferaciones verbales conforman al Borges que para mí ha sido el autor de Historia universal de la infamia. La primera reminiscencia me ubica frente a mi amigo Rafael Alcérreca en el Tirol, un café de la colonia Juárez, alguna tarde de 1963. Le leía a Rafael en voz alta fragmentos de “El asesino desinteresado Bill Harrigan”, la historia de Billy The Kid, el casi niño que al morir a los veintiún años debía a la justicia de los hombres veintiuna muertes, “sin contar mexicanos”.
Sentíamos, entre el placer de la lectura y la cafeína, que Borges nos enseñaba a escribir, que lograba de tal modo la juntura entre el sustantivo y el verbo que uno podía descubrir dimensiones nuevas del español y de ciertas zonas de la realidad que no habíamos percibido antes. Frases como “le cruzaba la cara una cicatriz rencorosa”, “el tren se movía trabajosamente”, ”la lucidez atroz del insomnio”, “hombres cansados y fornidos beben un alcohol pendenciero”, “sus pistolas laterales”, nos hacían postrarnos ante un nuevo uso del español: una lengua escrita recién inventada.
En “Pierre Menard, autor del Quijote”, Borges nos enseñó que un libro es distinto en cada época. No es lo mismo el Quijote de Cervantes que el Quijote que escribió Pierre Menard literalmente idéntico, pero dos siglos después, porque la carga histórica que está en la imaginación del lector es mayor que la que se tenía en 1605, cuando Cervantes dio a la imprenta el primer tomo de su obra. En este ensayo que parece cuento, Borges funda una teoría de la lectura que más tarde, en 1964, habría de desarrollar el crítico francés Gerard Genette: la suposición es que el lector reinventa el texto o que “leer es más importante que escribir porque toda lectura reescribe el texto”.
Se sabe de los espejos en los laberintos de Borges, pero también se infiere que en su mundo verbal el texto es un espejo en el que el lector se refleja. Todos somos seres de ficción para los demás porque los demás, como en los dramas de Pirandello, nos inventan a cada momento: criaturas de ficción soñadas o producidas mágicamente por otros. En esta disyuntiva, también de raigambre pirandelliana, Borges se sabe uno y el otro, Borges el ser humano y Borges el escritor en el que se desdobla, el ser público, como se manifiesta en “Borges y yo”, su pieza magistral y breve sobre el tema del doble.
Parece inverosímil que un autor tan ilustrado sea tan claro y tan accesible. No se vivía a sí mismo como un erudito que hubiera leído todos los libros. Su biblioteca personal, restringida a sesenta tomos, sugiere que los libros que los leyó muy bien. Se tiene incluso la impresión —que luego se comprueba falsa— de que hace uso de un vocabulario personal limitado; que es afecto a ciertas palabras y que las repite de diferentes formas. Pero lo que explica esta ilusión momentánea es que hacia la mitad del camino de la vida, en plena madurez literaria, se va tornando un autor cada vez más transparente, sin rebuscamientos; un autor que desconfía de la remilgada perfección de las obras, descree de los sinónimos y no ve un defecto en las repeticiones de palabras.
No quiere fomentar negligencias ni legitimar la frase torpe y el epíteto chabacano. Sabe que los lectores tienen manías y un sistema de creencias literarias no justificado. Olvidan que lo que manda en el escritor es la pasión del tema tratado y que no se le puede deshauciar porque incurre en adjetivaciones triviales o no ofrece sorpresas en la juntura de los adjetivos con los sustantivos. Más que lectores ingenuos y desprejuiciados, dice, parecen críticos potenciales que ignoran el efecto de conjunto, la eficacia de una página. ¿Dónde se estatuyó que la cercana repetición de unas sílabas es cacofónica y, por tanto, indigna de un buen escritor?
No es hiperbólico deducir, pues, que a Borges no le repelía tanto la imperfección estilística. Valoraba la intensidad, la vida del poema, por ejemplo, más allá de sus virtudes formales:
“No soy poseedor de una estética. El tiempo me ha enseñado algunas argucias: eludir los sinónimos, que tienen la desventaja de sugerir diferencias imaginarias... preferir las palabras habituales a las asombrosas... simular pequeñas incertidumbres, ya que si la realidad es precisa la memoria no lo es... recordar que las normas anteriores no son obligaciones y que el tiempo se encargará de abolirlas”.

En Borges el habla se homologa a la escritura

Nadie rebaje a lágrima o reproche
esta declaración de la maestría
de Dios, que con magnífica ironía
me dio a la vez los libros y la noche.
JLB, Poema de los dones

Queremos escribir sobre esa extraña transmutación del habla en escritura cuando un entrevistado como Jorge Luis Borges habla como si estuviera escribiendo. Le hicieron mil entrevistas a lo largo de su vida, sobre todo a partir de los años en los que empieza a quedarse ciego, hacia 1955. Si no ve para escribir, Borges elabora el cuento o el poema en la cabeza y después lo dicta. Trabajaba con “borradores mentales”. En otras ocasiones piensa conversando y es tal su juego verbal y su concisión que deja la impresión de haber escrito no en el viento, como Bob Dylan, sino en las mismas planchas de bronce de las que hablaba Horacio.
El autor de Historia universal de la infamia estaba convencido de que los antiguos “no profesaban nuestro culto a los libros”, lo cual no dejaba de extrañarle: “Veían en el libro un sucedáneo de la palabra oral. Scripta maner verba volat no significa que la palabra oral sea efímera, sino que la palabra escrita es algo duradero y muerto. En cambio, la palabra oral tiene algo de alado, de liviano; alado y sagrado, como dio Platón.”
El Borges de las entrevistas —nos acaba de contar Beatriz Sarlo en una conferencia— encuentra su fama más alta en el mercado periodístico pues, ya hacia mediados de los años 50, el prestigio literario se refrendaba en los medios impresos de tirajes masivos y no sólo, como antes, en el gremio de los escritores. Y es muy posible que el Borges más leído sea el de las entrevistas y no el de sus libros escritos.
Sea como sea o haya sido, el caso es que por soledad o por necesidad de comunicación con el otro (y también por alegría), el escritor argentino empieza a encontrar en la interlocución periodística una manera de armar frases en el aire, de atrapar sus ideas y de verbalizarlas de inmediato, hasta igualar lo que en la soledad el escritor vidente conseguía con la pluma y el papel.
Martín Müller llegó a escribir que la ceguera de Borges le impide leer y escribir. “Pero su memoria, su instinto de la forma y capacidad de improvisación le permiten dictar como si escribiera. Hay, sin embargo, diferencias y similitudes entre el Borges que habla y el que escribe. En ambos discursos encontramos la misma hondura, la misma calidad imaginativa y riqueza de ideas, la misma belleza y sencillez de expresión.”
Perdió la vista pero no la clarividencia.
Hay una diferencia muy sutil entre el Borges anterior a la ceguera y el posterior. Emir Rodríguez Monegal capta este cambio de matiz o, quizás, de intensidad estilística.
“Poco a poco, de las ruinas del escritor que todos conocían como Borges, un viejo bardo fue emergiendo. Sus simpatías y diferencias, sus debilidades y hasta sus manías, estaban todas allí pero el tono era menos ríspido y agresivo. Borges se suavizaba sin perder la garra. El viejo escritor asumió al fin la máscara del poeta ciego.”
“Ahora oigo lo que leo y dicto lo que escribo”, dice cuando la ceguera ya no lo deja leer ni escribir.
Una entrevista es el encuentro de dos inteligencias, dos mundos en interacción, dos sensibilidades, dos estados de ánimo, dos percepciones del mundo diferentes, y lo que a uno se le podría ocurrir por su cuenta en la soledad del flujo interior de la conciencia resulta distinto cuando se produce entre dos interlocutores. Tal vez el río del pensamiento no se iría por el mismo rumbo si no estuviera allí enfrente el entrevistador. Y fueron tantas y tan frecuentes las entrevistas de Borges que llegó a considerarlas un nuevo género literario, porque la transcripción tenía que corregirse y editarse.
“Como lo que usted tiene hasta ahora es sólo el resultado de una charla improvisada, tendremos que trabajar hasta convertirla en texto”, le decía a Jaime Alazraki.
La mayor parte de esas entrevistas han sido rescatadas en volúmenes como Diálogos, de Osvaldo Ferrari (que acaba de reeditar Siglo XXI aquí en México); Borges el memorioso, conversaciones con Antonio Carrizo (FCE, 1983); Entrevistas de Georges Charbonier con Jorge Luis Borges; Borges-Bioy, confesiones, confesiones, de Rodolfo Braceli. Por otra parte, Pilar Bravo y Mario Paoletti, han armado un Borges verbal, una suerte de diccionario de más de seiscientas definiciones que aventuró el escritor en declaraciones y reportajes.
Y así, a lo largo de sus últimas décadas en este mundo, el habla de Borges se homologa a su escritura. Pero no sólo a partir de la entrevista. También como transcripciones de conferencias en las que se preserva la frescura de su palabra a fin de que el lector pueda tener acceso a la misma emoción estética que tuvieron sus oyentes. Borges deja atrás su natural timidez y empieza a improvisar las charlas que obviamente no escribía de antemano porque no las iba a poder leer. La ceguera no lo hunde; la asume como un destino que habrá de incorporar creativamente a su obra. En un libro como Borges oral, cinco conferencias entre las que destacan sus disertaciones sobre el tiempo y sobre el cuento policial, divulgaba y hacía amar a través de la palabra hablada los temas que más atareaban su pensamiento.
En un libro que no ha circulado mucho en México, Borges en la Escuela Freudiana de Buenos Aires (Buenos Aires, 1993), la oralidad de Borges llega a tal refinamiento que prácticamente los editores trasladaron casi sin cambios sus palabras a la letra impresa. Los psicoanalistas recibieron al poeta el 19 de septiembre de 1980 y le sugirieron que hablara de “los sueños y la poesía”. ¿Qué tema podría resultar más atractivo para los descifradores profesionales de sueños? En una segunda visita Borges disertó sobre Baruch Spinoza y finalmente sobre “el poeta y la escritura”.
La experiencia resultó memorable. La seguridad intelectual de Borges hacía impensable la posibilidad de que se sintiera intimidado entre los especialistas. Conocieron allí los espectadores u oyentes, en las exposiciones de Borges, una escritura viva apenas distinguible de la oralidad común y corriente: un habla perfecta, un pensamiento literario que consideraba al sueño como una actividad estética, el sueño como la primera experiencia del hombre en el reino de la ficción, la primera forma del drama con varios personajes.
La escritura estaba siendo representada en el recinto de los psicoanalistas que la oían como si la estuvieran leyendo y, entre otras cosas, Borges les decía que los recuerdos que espontáneamente nos vienen a la cabeza comparecen —como en el psicoanálisis— por su componente emocional.
Y le oyeron decir o escribir que “a la larga, todos los seres son memoria, no solamente los seres de carne y hueso, sino los de la literatura también. Nosotros mismos seremos tan irreales o tan reales como personajes literarios después de nuestra muerte”.
Por sus ideas recurrentes, se advierte que —como todos los escritores y todos los seres humanos— Borges tenía un número finito de temas y obsesiones, con otras palabras, con nuevos enfoques, en otros con textos, pero los mismos. La memoria, la otredad, la manera de vivirnos como personajes en este teatro mundial que es una ilusión, lo hermanan a Luigi Pirandello y a Calderón de la Barca.
No construye teorías sobre los sueños, y acaso eso agradó a los psicoteraupeutas que lo escuchaban. No tuvo el mal gusto de ponerse teórico. Hablaba desde la humildad de la literatura, tocando un verdad más profunda, pero nunca proclamando que es cierto esto o aquello.
“Los sueños pueden corresponder a la mente primitiva.” No usamos razonamientos, pero sí estamos urdiendo fábulas, mitos, y el hecho de que sean disparatados no importa.
Si yo cuento un sueño ya estoy modificándolo. Al exponer la memoria del sueño le rompemos su tiempo o su no tiempo natural porque lo hacemos sucesivamente. Vivimos en lo sucesivo del tiempo, pero no soñamos según ese tipo de progresión sucesiva.
Cuando soñamos estamos en la eternidad. Al despertarnos le damos una forma sucesiva a todo.
Borges pensaba que lo importante del arte es conmover, no persuadir. Curiosamente, ningún cuento de Borges resulta tan conmovedor como una de sus conferencias, la que dedica a la ceguera (que “no es una total desventura”) en Siete noches. Decía que todo escritor debe pensar que cuanto le ocurre es un instrumento. “Todo lo que le pasa, incluso las humillaciones, los bochornos, las desventuras, todo eso le ha sido dado como arcilla, como material para su arte." Todas esas cosas habrá de transmutarlas el artista.
"La ceguera es un don."