Sunday, November 12, 2006

Arte de injuriar

El insulto puede muy bien llegar a frecuentar las más inopinadas regiones del arte. Nunca olvidaré una frase que el periodista Fernando Benítez le encajó al no menos periodista Enrique Ramírez y Ramírez al cabo de una agria polémica epistolar: “Lo que sucede es que Enrique Ramírez y Ramírez se ha pasado los últimos años yendo a lamer los mingitorios de palacio”, escribió Fernando Benítez. Una verdadera joya de este refinado quehacer imaginativo ha sobrevivido también en la frase que Napoleón consagró, ante cien testigos, a su ministro Talleyrand: “Eres una media de seda llena de mierda.”
Pero entre escritores —y nunca están mejor afiladas sus armas que cuando se enojan— lo más frecuente es que se utilicen de carga algunos animales para no caer en el insulto impublicable y para acentuar la burla y el desprecio. Porque si en algo se entrena el hombre de letras es en el desprecio, cuando hay que ejercerlo. Fueron unas “cacatúas” los muchachos que se atrevieron a disentir en el reino de las letras de hace quince o veinte años, “papagayos”, “lagartijas”. Los animales se prestan por sus múltiples fisonomías o hábitos y, además, se puede con ellos tener gracia y hacer juegos de palabras. Algunos de ellos, como el zorro, tienen una capacidad de condensación para decir lo peor que se quiera de un enemigo, un rival, un adversario. Otros animales no humanos concentran una enigmática carga poética, no discernible a la primera lectura, y promueven en fabuladores y lectores supersticiones al infinito, cuentos y leyendas. Burro, piojo, rata, mula, hiena, zopilote, cucaracha.
“Nada animal nos es ajeno”, dice Adolfo Castañón antes de proferir sus letanía de animales e insultos combinados: “Enfocamos mejor al tonto si le llamamos buey, al vil verraco, al parlanchín cotorro, al usurero buitre o hiena, mosca a la mustia, mariposa a la puta, coyote al intermediario, zángano al ocioso, chivo o paloma a la víctima, pavorreal al vanidoso y al soberbio divina garza, cocodrilos sagrados a las eminencias, viejos lobos a los viejos con experiencia, urracas a los avaros, gallinas a los cobardes, en fin, bruto, bestia, al imbécil”.
De pronto puede pueden descuidar su lengua algunos diputados y llega cuando mucho, a nuestro medio, a decirle a alguien “alcohólico” o, ya sin ninguna imaginación, remitirlo al ámbito de su progenitora. Tal vez así sucede porque en México el insulto raya en la agresión definitiva, última y mortal. Pero en la vida parlamentaria de otros países y otros tiempos se ha tomado como de lo más natural que los representantes populares se insulten a psto. En los años de Benjamín Disraeli, en el gran momento de la pudibundez victoriana, un parlamentario empezó su alocución diciendo: “No vine aquí para ser insultado. “ Y alguien del recinto le respondió: “Eso es lo que usted cree.”
Entre hombres de letras las cosas pueden llegar a ser más fuertes porque hay un momento en que se dejan de símiles zoológicos y van más que al grano. Cuando Camilo José Cela se burló de los homosexuales durante una ceremonia de homenaje a Federico García Lorca, les perdonó la vida y dijo que no tenía nada contra ellos, sólo que él se había limitado a “no tomar por el culo”, descenadenó varias piezas memorables de la más reciente diatriba peninsular, el artículo de Terenci Moix, por ejemplo. Entre otras cosas, recuerda que el premio Nobel Camilo José Cela, el autor de La familia de Pascual Duarte, se mostró una vez en una revista poniéndose los pantalones y exhibiendo partes del cuerpo. “Dejando aparte la horterez y el mal gusto de semejante opción, era evidente que su ano puede descansar traquilo. Y, por supuesto, libre, desocupado. ¿Lo estuvo siempre? Parece ser que don Camilo le dio cierta utilidad en el pasado. Es leyenda que una de las gracias preferidas del Nobel consistía en tragarse líquido por el recto y expelerlo después.” De paso, Maruja Torres escribió que era más “digno tomar por el culo que andar lamiéndole el culo al poder”, como lo había hecho Cela durante la dictadura franquista.
En uno de sus ensayos más penetrantes, “Arte de injuriar”, que aparece en Historia de la eternidad, Jorge Luis Borges desmenuza los modos y procederes de este género tan agudo e implacable como despiadado.
La vituperación y la burla pueden pasarse de contrabando si se escoge un verbo de otro mundo connotativo para describir ciertas acciones: cometer un soneto, emitir un artículo, evacuar una novela, expeler un poema. Por eso resulta muy peligroso meterse con escritores: dan lo mejor de sí cuando los mueve la ira o la vanidad. Gracias a su oficio y a su arsenal de adjetivos y citas —imagínense a un ser que se ha pasado la vida escogiendo y puliendo las palabras—, se las ingenian para que sea un insulto algo formulado como un elogio. Se valen, por ejemplo, de las enumeraciones y crean un contexto en el que la lista cambia el significado de las palabras. Un maestro en este arte fue Jonathan Swift, en Los viajes de Gulliver al meter a varios tipos en un mismo saco: “No me fastidia el espectáculo de un abogado, de un ratero, de un coronel, de un tonto, de un lord, de un tahur, de un político, de un rufián.” Ciertas palabras, dice Borges, están contaminadas por las vecinas.

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