Sunday, November 12, 2006

Los libros y la noche

He dibujado un racimo de palabras como quien quiere recordar un sueño no de manera lineal sino simultánea.
Alrededor de la palabra BORGES se desparraman frases que tienen que ver con el personaje de Billy the Kid, la teoría de la lectura, la biblioteca, el arte de injuriar, la reivindicación de la trama, la novela policiaca, los cuchillos, el laberinto, los abominables espejos que son abominables porque nos reproducen, la paradoja de la ceguera y los libros, el uso de los adjetivos y los sinónimos, el respeto por la imperfección literaria y el problema del doble.
Estas proliferaciones verbales conforman al Borges que para mí ha sido el autor de Historia universal de la infamia. La primera reminiscencia me ubica frente a mi amigo Rafael Alcérreca en el Tirol, un café de la colonia Juárez, alguna tarde de 1963. Le leía a Rafael en voz alta fragmentos de “El asesino desinteresado Bill Harrigan”, la historia de Billy The Kid, el casi niño que al morir a los veintiún años debía a la justicia de los hombres veintiuna muertes, “sin contar mexicanos”.
Sentíamos, entre el placer de la lectura y la cafeína, que Borges nos enseñaba a escribir, que lograba de tal modo la juntura entre el sustantivo y el verbo que uno podía descubrir dimensiones nuevas del español y de ciertas zonas de la realidad que no habíamos percibido antes. Frases como “le cruzaba la cara una cicatriz rencorosa”, “el tren se movía trabajosamente”, ”la lucidez atroz del insomnio”, “hombres cansados y fornidos beben un alcohol pendenciero”, “sus pistolas laterales”, nos hacían postrarnos ante un nuevo uso del español: una lengua escrita recién inventada.
En “Pierre Menard, autor del Quijote”, Borges nos enseñó que un libro es distinto en cada época. No es lo mismo el Quijote de Cervantes que el Quijote que escribió Pierre Menard literalmente idéntico, pero dos siglos después, porque la carga histórica que está en la imaginación del lector es mayor que la que se tenía en 1605, cuando Cervantes dio a la imprenta el primer tomo de su obra. En este ensayo que parece cuento, Borges funda una teoría de la lectura que más tarde, en 1964, habría de desarrollar el crítico francés Gerard Genette: la suposición es que el lector reinventa el texto o que “leer es más importante que escribir porque toda lectura reescribe el texto”.
Se sabe de los espejos en los laberintos de Borges, pero también se infiere que en su mundo verbal el texto es un espejo en el que el lector se refleja. Todos somos seres de ficción para los demás porque los demás, como en los dramas de Pirandello, nos inventan a cada momento: criaturas de ficción soñadas o producidas mágicamente por otros. En esta disyuntiva, también de raigambre pirandelliana, Borges se sabe uno y el otro, Borges el ser humano y Borges el escritor en el que se desdobla, el ser público, como se manifiesta en “Borges y yo”, su pieza magistral y breve sobre el tema del doble.
Parece inverosímil que un autor tan ilustrado sea tan claro y tan accesible. No se vivía a sí mismo como un erudito que hubiera leído todos los libros. Su biblioteca personal, restringida a sesenta tomos, sugiere que los libros que los leyó muy bien. Se tiene incluso la impresión —que luego se comprueba falsa— de que hace uso de un vocabulario personal limitado; que es afecto a ciertas palabras y que las repite de diferentes formas. Pero lo que explica esta ilusión momentánea es que hacia la mitad del camino de la vida, en plena madurez literaria, se va tornando un autor cada vez más transparente, sin rebuscamientos; un autor que desconfía de la remilgada perfección de las obras, descree de los sinónimos y no ve un defecto en las repeticiones de palabras.
No quiere fomentar negligencias ni legitimar la frase torpe y el epíteto chabacano. Sabe que los lectores tienen manías y un sistema de creencias literarias no justificado. Olvidan que lo que manda en el escritor es la pasión del tema tratado y que no se le puede deshauciar porque incurre en adjetivaciones triviales o no ofrece sorpresas en la juntura de los adjetivos con los sustantivos. Más que lectores ingenuos y desprejuiciados, dice, parecen críticos potenciales que ignoran el efecto de conjunto, la eficacia de una página. ¿Dónde se estatuyó que la cercana repetición de unas sílabas es cacofónica y, por tanto, indigna de un buen escritor?
No es hiperbólico deducir, pues, que a Borges no le repelía tanto la imperfección estilística. Valoraba la intensidad, la vida del poema, por ejemplo, más allá de sus virtudes formales:
“No soy poseedor de una estética. El tiempo me ha enseñado algunas argucias: eludir los sinónimos, que tienen la desventaja de sugerir diferencias imaginarias... preferir las palabras habituales a las asombrosas... simular pequeñas incertidumbres, ya que si la realidad es precisa la memoria no lo es... recordar que las normas anteriores no son obligaciones y que el tiempo se encargará de abolirlas”.

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