Sunday, November 12, 2006

José Luis Borgues

Una vez Jorge Luis Borges se encontró con un boxeador, Selpa. Le reveló su existencia y lo abrazó. Borges se sentía ligeramente incómodo, pero al mismo tiempo agradecido. Selpa, en vez de llamarle Jorge Luis Borges, lo llamó José Luis Borges.
“Me di cuenta de que no era una equivocación sino una corrección”, dijo Borges. “Porque Jorge Luis Borges es muy duro. En cambio, José Luis Borges suena mucho más atenuado. ¿Por qué repetir un sonido tan feo como orge? Creo que no urge repetir el orge ¿no? Creo que, a la larga, yo voy a figurar en la historia de la literatura como José Luis Borges.”
En su edición de 1952, el Larousse lo llama José Luis, lo hace “jefe” de la escuela ultraísta y señala que nació en 1900. Estos datos están en Borges verbal, el libro de Mario Paoletti y Pilar Bravo, publicado por Emecé en Buenos Aires hace un par de años.
En otros lugares, el autor de Historia Universal de la infamia llegó a hablar —le gustaban las entrevistas: era su otra forma de mantenerse escribiendo, dado que las “rayas del tigre“ interferían ya demasiado entre su vista y la escritura— de que nunca había leído un periódico, “siguiendo el consejo de Emerson”:
—¿Quién? —le preguntó Ernesto Sábato.
—Emerson, que recomendaba leer libros, no diarios.
—La noticia cotidiana, en general, se la lleva el viento. Lo más nuevo que hay es el diario, y lo más viejo, al día siguiente.
—Claro. Nadie piensa que deba recordarse lo que está escrito en un diario. Un diario, digo, se escribe para el olvido, deliberadamente para el olvido.
—Sería mejor publicar un periódico cada año, o cada siglo. O cuando sucede algo verdaderamente importante: “El señor Cristóbal Colón acaba de descubrir América.” Título a ocho columnas.
—Sí, creo que sí —añadió Borges, sonriendo.

El lapsus de Vicente Fox, cuando en su gira triunfal por el mundo confundió el nombre y la pronunciación del apellido de Borges, tal vez no tenga mayor trascendencia. Peccata minuta, se diría. Algo sin importancia, si se atiende a las cuestiones de fondo. Una metida de pata. Sin embargo, el incidente verbal replantea el antiquísimo asunto de si los gobernantes deben ser cultos.
Ni la cultura ni la lectura estorban: ayudan a organizar el pensamiento, enseñanza pensar y a expresar de manera articulada, con mayor atractivo y sutileza una idea, una emoción. Si alguna utilidad tiene la literatura sería ésa: entrenarse para descubrir y establecer conexiones entre las palabras y las cosas. Para eso se educa un estudiante de letras clásicas en Oxford: para llegar a escribir bien.
Ciertamente un emperador y filósofo como Marco Aurelio (121-180) ganaba batallas militares contra los bárbaros y se daba sus horas para escribir sus Pensamientos de inspiración estoica. A Winston Churchill no le dieron el premio Nobel de la Paz sino el de Literatura en 1953, porque la escritura se le daba. Napoleón hubiera cambiado Arcole, Wagram y Austerliz por una obra literaria que desafiara a los siglos, pero no llegó a ser lo que íntimamente deseaba: un literato. Escribió muy bien: una novela, Clisson et Eugénie, y sus discursos recopilados por Malraux prueban que madera tenía.
Sin embargo, ni Marco Aurelio, ni Churchill ni Napoleón fueron políticos geniales porque sabían hablar y escribir. Llegaron hacerse de un empaque de estadistas porque eran astutos. En 1936 Manuel Azaña andaba inaugurando sus obras de teatro y de pronto le estalló la bomba de Franco. Los colombianos perdieron Panamá por andar discutiendo la semántica de los diplomáticos. Así que la palabra justa no garantiza la eficacia política. Luis Echeverría no tenía sintaxis, pero era un genio del mal e hizo, impunemente, lo que le dio la gana.
La cualidad de un gobernante no es la inteligencia ni su virtud la cultura. Su don es el de la astucia. Reagan y Nixon no se desvivían por leer a Emerson ni a Walt Whitman, pero eran unos zorros, al menos a favor de sus intereses. No procedían de la academia, como Wilson, profesor de Princeton.
El momento en que se pone a prueba un gobernante es el de la tragedia. Se vio la estatura minúscula de George Bush el día en que cayeron las Torres Gemelas. Se paralizó. No sabía qué hacer ni qué decir. Hubiera sido bueno que emulara la improvisación verbal de Tony Blair o la animalidad política de Giuliani, pero terminó demostrando que los hombres de negocios, por dedicar las energías de su juventud a hacer dinero, nunca tienen tiempo de leer. Un businessman no necesariamente resulta un buen político. Se requiere también de estilo, buenas maneras, buena educación, aunque estas características no sean esenciales. Sea como sea, lo que importa del capitán es que no deje hundir el barco y que lo lleve a buen puerto. Así sea un maleducado.
Borges, como es natural y lógico, desconfiaba de los políticos.
“¿Cómo admirar a seres que se pasan la vida poniéndose de acuerdo, diciendo las cosas que dicen y —con perdón— retratándose?”

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