Sunday, November 12, 2006

La memoria de Shakespeare

Nada cierto recuerdo.
—J. L. Borges

Uno de los últimos cuentos que escribió Jorge Luis Borges, y que se lee en el tomo III de sus Obras Completas, lleva por título “La memoria de Shakespeare”. De la trama es protagonista un cierto Hermann Soergel, especialista en la obra del dramaturgo inglés. El intríngulis de la historia consiste en que alguien le ofrece nada menos que la “mágica memoria de un muerto”, Shakespeare.
Durante un coloquio de literatos, el académico conoce en el bar de un hotel a Daniel Thorpe, que le ofrece la memoria de Shakespeare y que a su vez la había obtenido de un soldado moribundo. Hermann Soergel no lo puede creer. Él, que había consagrado su vida al estudio del poeta, siente que le cae del cielo la clave de su fortuna y su fama. ¿Qué más podría desear que llegar a poseer, literalmente, la memoria de su ídolo intelectual? Sin embargo, nunca imaginó que habría de verse rebasado con la angustiosa carga de los recuerdos de Shakespeare. En su infinita ambición literaria, no calculó que también heredaba, junto con las escenas y los acontecimientos de la vida de Shakespeare, la culpa y las preocupaciones que traían consigo: el pánico, las emociones, las intermitentes vueltas del dolor. A fin de cuentas, cerca ya del abismo, no lo pudo soportar y se deshizo en cuanto pudo de la memoria de Shakespere dándosela a alguien más.
Las palabras de Borges arman el cuento de manera más dilatada. Su personaje, Hermann Soergel, entiende que el poseedor de la memoria de Shakespeare tiene que ofrecerla en voz alta y el otro que aceptarla. “El que la da la pierde para siempre.”
El donante, Daniel Thorpe, le advierte que aún tiene dos memorias: “La mía personal y la de aquel Shakespeare que parcialmente soy. Mejor dicho, dos memorias me tienen.”
Soergel acepta la dádiva, la memoria entra en su conciencia, pero tiene que descubrirla en los sueños, la vigilia, al volver las hojas de un libro o al doblar una esquina. Thorpe lo instruye y la recomienda que no invente recuerdos. “A medida que yo vaya olvidando, usted recordará.”
Shakespeare sería suyo, fantaseaba Soergel, como nadie lo fue de nadie, ni en el amor ni en la amistad ni en el odio. De algún modo sería Shakespeare. No escribiría las tragedias ni los intrincados sonetos, pero recordaría el instante en que le fueron reveladas las brujas.
Empezó a sentir que la memoria es como un palimpsesto, que una cubre a la anterior y es cubierta por la que sigue, que la memoria puede exhumar cualquier impresión si le dan el estímulo suficiente.
Sintió después la transformación de sus sueños, pues Shakespeare lo habitaba. En sus noches entraron rostros y habitaciones desconocidas. Pero ni a él ni a Shakespeare, ni a nadie, les estaba dado abarcar en un solo instante la plenitud de su pasado.
“La memoria del hombre no es una suma; es un desorden de posibilidades indefinidas. San Agustín habla de los palacios y las cavernas de la memoria. La segunda metáfora es la más justa. En esas cavernas entré.”
Y es que la memoria de Shakespeare incluía grandes zonas de sombra rechazadas voluntariamente por él. Al cabo de un mes, la memoria del muerto lo animaba, Soergel casi creyó ser Shakespeare.
Sin embargo, una mañana conoció el corazón de las tinieblas: discernió una culpa en el fondo de su memoria, una culpa que nada tenía en común con la perversión. Comprendió que las tres facultades del alma humana —memoria, entendimiento y voluntad— no son una ficción escolástica. La memoria de Shakespeare no podía revelarle otra cosa que sus circunstancias.
Si en la primera etapa de la aventura sintió la dicha de ser Shakespeare, en la postrera vivió la opresión y el terror.
“Al principio las dos memorias no mezclaban sus aguas. Con el tiempo, el gran río de Shakespeare amenazó, y casi anegó, mi modesto caudal.”
Soergel advirtió con temor que estaba olvidando la lengua de sus padres y —ya que la identidad personal se basa en la memoria— temió por su razón. Se sentía en el infierno. Porque no hay memoria sin contexto emocional. Y al adquirir la memoria de Shakespeare, Soergel estaba recibiendo todas las congojas de Shakespeare: su angustias y su lado oscuro, sus emociones, una memoria humana y no de la memoria de una maquina. Adquiría una memoria viva, no disociada de la emoción.
Bastante arduo es sobrellevar la carga de la propia memoria. Si además uno incorpora otra memoria, con todo su peso emotivo, el desenlace muy puede ser la locura. Desesperado, Sorgel marcó en el teléfono números al azar. Cuando al fin dio con una voz culta de hombre, le dijo:
“¿Quieres la memoria de Shakespeare?” Y el otro la aceptó.
La indirecta, apenas sugerida enseñanza de Borges es hacernos ver e imaginar, en toda su dimensión, cómo sería tomar prestada la memoria de alguien. ¿Puede una memoria pasar de la mente de una persona a otra a salvo de su contenido emocional? ¿Qué supone esta transferencia? ¿De qué manera confrontamos nuestra memoria con la de los demás, cómo intercambiamos memoria, cómo la transformamos en lo que somos y en la vida de todos los días? Porque lo cierto es que asumimos como recuerdos propios los que han tenido otras personas, cercanas a nuestro afecto. Y con los años ya no sabemos si el recuerdo de un rostro o de una escena viene de nuestra propia memoria o del relato que nos hizo alguien más.
“La verdad, como la memoria, es una noción que a menudo sólo se vuelve tangible en las interacciones que se dan entre una persona y otra”, dice Susan Engel en su libro El contexto lo es todo. La naturaleza de la memoria.
El lugar, la compañía, el propósito, la situación, el contexto, afectan profundamente la experiencia de la memoria. Cambiamos, añadimos, borramos ciertas cosas del hecho recordado. Lo editamos según nuestras necesidades actuales. Y no es que mintamos deliberadamente. Se trata de distorsiones involuntarias.

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